
Mis ojos se han secado de tanto llorar. El frío me ha calado un poco más, más que nunca, me duele en el alma. Me duele en el tuétano, en la punta del pie. Me duele el suspiro que me han robado. Cómo explicar tanto dolor, cinco años de golpe, cinco años encerrados en un cuento que no ha llegado con un final feliz. Mi cuerpo, ya marchito, no puede sostener el poco aliento que me queda. El mundo cayó sobre mi espalda, una espalda con una mariposa a medio volar. Una espalda que soporta la insoportable levedad del ser, del ser sin él, del ser y del existir, del vivir en un lugar fuera del universo, de la necesidad. Una espalda doblada por el dolor. Un dolor frío y amargo como el café que bebiste en un desayuno continental y los mil cigarros y tus años de juventud y tus años y tus amigos, y tus años y diecisiete vidas.
Creí que podría mantenerme en pie, pero ya lo ves, es imposible. Y la imposibilidad, la maldita imposibilidad de correr por ti, de decirte aquí estoy. Estoy sin ti y sin ti me muero. Me muero en una inmortable vida, las consecuencias, como bien dices, han marcado el destino de mis actos. He merecido el dolor en mí, por ti. Creí poder atrapar al viento, pero el error está en creer, y esperar. Esperar una llamada, que tal vez, nunca llegará. Y saberme incapaz de borrar tu número de mi celular y el soní que anunciaba, de tirar miles de cartas con promesas sin cumplir y sueños rotos, de viajes sin hacer, de palabras tiradas al aire, de un paso a Durango y un único baile que supimos bailar. No he podido dejar de llorar, no he podido alejarte de mi mente, no he podido guardar osos, peluches, sueños y más sueños, y tu hora veinticinco. No he depositado los cuatros mil en una cuenta, con la esperanza, tal vez tonta, de darte más para nuestro castillo minimal que quedó a medio morir. No quiero decir adiós, me niego a decir adiós, no puedo decir adiós. ¿Por qué te crees dueños de mis decisiones? ¿Por qué crees saberlo todo? ¿Quién eres tú para decirme a quién amar y a quién no? Resulta que eres tú el dueño de mis desvelos, de mis suspiros que no me dejan respirar. Tú y nada más tú. Tú. Tú y yo, ya nadie más. Y yo decidí darte mi amor, tatué mis besos en tu espalda, y tú tatuaste tu nombre en mi cuerpo. Sin poder respirar sigo llorándote. Clavándote en mi corazón, espina por espina. Quisiera hablarte, pero la furia encerrada en tus cuatro paredes ha estallado, y no quisiera despertar al tigre que llevas en el pecho. Con el teléfono en mano muero en mi propia cruz, sufriendo en la espera de verte llegar. Sin embargo, las almas de metal, una vez sometidas, tienen que descansar. Esperar este maldito ritmo de vida sin ti.
Creí que podría mantenerme en pie, pero ya lo ves, es imposible. Y la imposibilidad, la maldita imposibilidad de correr por ti, de decirte aquí estoy. Estoy sin ti y sin ti me muero. Me muero en una inmortable vida, las consecuencias, como bien dices, han marcado el destino de mis actos. He merecido el dolor en mí, por ti. Creí poder atrapar al viento, pero el error está en creer, y esperar. Esperar una llamada, que tal vez, nunca llegará. Y saberme incapaz de borrar tu número de mi celular y el soní que anunciaba, de tirar miles de cartas con promesas sin cumplir y sueños rotos, de viajes sin hacer, de palabras tiradas al aire, de un paso a Durango y un único baile que supimos bailar. No he podido dejar de llorar, no he podido alejarte de mi mente, no he podido guardar osos, peluches, sueños y más sueños, y tu hora veinticinco. No he depositado los cuatros mil en una cuenta, con la esperanza, tal vez tonta, de darte más para nuestro castillo minimal que quedó a medio morir. No quiero decir adiós, me niego a decir adiós, no puedo decir adiós. ¿Por qué te crees dueños de mis decisiones? ¿Por qué crees saberlo todo? ¿Quién eres tú para decirme a quién amar y a quién no? Resulta que eres tú el dueño de mis desvelos, de mis suspiros que no me dejan respirar. Tú y nada más tú. Tú. Tú y yo, ya nadie más. Y yo decidí darte mi amor, tatué mis besos en tu espalda, y tú tatuaste tu nombre en mi cuerpo. Sin poder respirar sigo llorándote. Clavándote en mi corazón, espina por espina. Quisiera hablarte, pero la furia encerrada en tus cuatro paredes ha estallado, y no quisiera despertar al tigre que llevas en el pecho. Con el teléfono en mano muero en mi propia cruz, sufriendo en la espera de verte llegar. Sin embargo, las almas de metal, una vez sometidas, tienen que descansar. Esperar este maldito ritmo de vida sin ti.
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