domingo, 6 de febrero de 2011

Punto de partida

Nikola Borissov
Eran las tres de la mañana cuando Alejandra decidió partir. La noticia la tomó por sorpresa. Guardó en su maleta vieja un par de zapatos, dos blusas y una falda gris, su libro preferido y la vida en otra parte. Su abrigo no era suficientemente cálido para cubrirla del gélido temor que habitaba su azul corazón. Sin embargo, tomó las llaves del camino, que tal vez, la llevaría a un nuevo destino. La neblina no dejaba vislumbrar la dirección. Sus manos temblorosas y delicadas sostenían el volante de una vida sin rumbo. Por instantes, la tristeza se deshacía y se convertía en agua. Mientras manejaba, el ruido de las callas era silencioso, las luces de las casas se encontraban apagadas, el asfalto se tornaba un poco más oscuro y el cielo no brillaba el color luciérnaga de la noche. Su vista cansada anhelaba la luz del día. Su alma deseaba respirar un aire profundamente afrutado.

Alejandra, por un momento, perdió el control del volante; sintió que su vida terminaría en ese instante. Sin vacilar, tuvo que frenar con fuerza. Con lágrimas en los ojos, se dio cuenta que aún estaba viva y que su corazón latía con palpitaciones de notas melodiosas. Alejandra volteo la mirada y, entre la oscuridad tan sola, encontró una tabaquería abierta. Decidió bajar del auto y entrar al pequeño lugar que se sentía más cálido que el abrazo de sus antiguas sábanas. La recibieron un par de ojos castaños y una sonrisa melodiosa le dio la mano. Sin saber qué hacer, Alejandra comenzó a fumar bocanadas de manzana y vino tinto. Las horas comenzaron hacerse pequeñas y entre cada respiro, lo afrutado del aire recorría sus venas. Alejandra se asomó por la ventana, notó que el canto del sol vislumbraba un rayo de luna. Se quitó el abrigo que abrazaba sus penas, y el dolor se fue esfumando como la brisa del mar. Sin embargo, ella sabía que en el bolsillo derecho de su abrigo estaba una cajita que guardaba el manto del temor. Sin querer, tomó la cajita y la escondió entre sus manos para que no la descubrieran. Alejandra pasó varias horas, tal vez, días perdida en el aroma del par de ojos castaños. Se dio cuenta que la mariposa tatuada en su espalda voló hacia el estómago, y el color del dios que rige su humor se fue borrando con el anhelo de visitar ese pequeño lugar de tabaco con aroma a una esquina de té.

Han pasado los días y Alejandra, aún, conserva la cajita que guarda con celo el temor. No ha olvidado del todo aquella noche que la hizo partir y tomar el vuelo hacia otra dirección. Sin embargo, ya no anhela viajar al sur. Lo que esconde su corazón es un secreto que el par de ojos castaños conquistó con su acento de piel melodiosa. Son pocos los días, tal vez horas, que ella ha estado en el universo del misterioso hombre de ojos castaños, que no disfruta del café ni del tabaco, y que con acento distinto al suyo y una sonrisa encantadora la invita a viajar al centro de la ciudad y al norte del país. Le seduce la idea de entender su idioma, incomprensible para ella, y conocer su lengua. Aún no sabe qué será de su vida, pero lo que sí sabe es que esa noche encontró el punto de partida.

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