
El invierno, siempre, me ha calado hasta los huesos; es el cierre de mi estación favorita y el inicio de una estación que trae bríos nuevos. Sin embargo, cada invierno me recuerda que, tal vez, en mi vida pasada fui una hija de la chingada y no logré juntar los suficientes puntos karmáticos para pasarla del todo bien en esta vida.
Hace cinco años, en invierno, murió una de mis mejores amigas. Fue una de las peores noticias que me dieron en estas fechas de gélido clima. El año pasado me dieron un par de golpes espirituales y ganchos al hígado bien colocados a punto de knock out, acompañados de la traición de K. Para este año las cosas no andan del todo bien. Mi vida en el Castillo concluyó y las ganas de seguir curando exposiciones se ven frustradas por el cierre de año. La vida de mi madre poco a poco se nos va de las manos. Y por si fuera poco, cupido sigue jugando conmigo. No lo niego, ha sido un buen año, pero el invierno no ha sido mensajero de buenas nuevas. No hay señales de ofertas de trabajo, ni de un buen estado de salud para mi madre, e incluso, salgo con alguien, pero ese alguien no me llena del todo, lo cual no me hace feliz.
Si la lluvia me hace llorar, el invierno me hace escaldar mi piel hasta allagarla de dolor. Sin embargo, deseo que el próximo año empiece con un poco de melodías vainilla y tés de colores melocotón. Anhelo escaparme de casa y encontrarme con un par de amigos al sur del país, tal vez, viajemos al sur del conteniente y nademos hasta la Costa Azul.
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